Era la madrugada de un día cualquiera, de un
mes cualquiera, de cualquier año.
No podía dormir, aquella tarde lo había visto
más débil que en días anteriores. No sé porqué, aquella noche un frio seco y
cortante, engullía mi cuerpo como lo hace la niebla con los barcos en la mar,
me acurruqué entre mis brazos e incluso intente calentarme con mi propio
aliento, pero nada me reconfortaba.
Yo soñaba contigo despierto, tan embelesado
estaba que cuando sonó el teléfono no me sobresalte, aunque ya intuía que oiría
lo que jamás quisiera haber oído, mi corazón se engurruñó como hoja de papel
que se tira a la papelera.
Contradictoriamente, en segundos mi cuerpo empezó
a arder, mi sangre hervía mientras los tambores del infierno golpeaban mi sien.
Salte de la cama como un resorte, no sé si me vestí o salí desnudo, para cuando
quise acordar ya estaba en la carretera.
Era una noche lúgubre de tremenda oscuridad, con
viento huracanado envuelto en una lluvia grotesca, puse el coche a toda
velocidad, no me importaba mi vida, ¡imbécil de mí, como si yo pudiera salvarlo!
De nuevo mi cuerpo se tornó frio, mi tez blanca como la cal alumbraba el
habitáculo del automóvil. Quería llorar, pero había olvidado como hacerlo,
incluso sabiendo que el cielo lloraba por mí, no tenía manera de calmar mi
dolor.
No sé si había viajado en una nave espacial,
curioso hubiera sido saber cómo llegue allí. Avanzaba corriendo por el
aparcamiento hacia la puerta del hospital, la lluvia lapidaba mi cara, la
humedad engarrotaba mis manos, esas que habían tenido cogidas las suyas aquella
tarde.
Cuando llegue a la puerta, un guarda de
seguridad parecía dispuesto a pararme, pero conforme caminaba hacia el este me
dejo paso sin articular palabra, creo que vio en mi cara que tenía una cita con
la muerte. Subía las escaleras de dos en dos, creí que podría llegar a tiempo
para poder negociar con la señora de la guadaña.
Nada más atravesar el umbral del corredor, un
olor a azufre se incrusto en mis fosas nasales como dos puñales, los efluvios
de lejía enrojecieron mis ojos desorientando todos mis sentidos, pero yo sabía
que ella estaba en el habitáculo donde jamás debería haber entrado. Mientras
avanzaba por el pasillo hacia la habitación, dos sombras al fondo iban tomando
forma, estaban mudas y estáticas como estatuas, solo el brillo de las lágrimas
en sus ojos denotaron que eran de carne y hueso.
Cuando hube llegado a su altura, no pudieron
articular palabra solo miraban fijamente hacia una puerta entre abierta, a la
cual me dirigí sigilosamente. Al asomarme vi a dos enfermeras despojándolo de
su pijama, quizás porque querían que se fuese de este mundo como vino a él
“desnudo” el que yacía en su lecho de muerte era el mismo Jesús, al menos para
mí.
No tenía lágrimas para llorar, la muerte que
nos rodeaba me las había robado. Yo seguía observando, como las dos enfermeras
improvisaban una mortaja con una sábana blanca, vi a mi madre llorando en un
rincón de la habitación, yo entre y no se me ocurrió consolarla, magnéticamente
me dirigía hacia la cama donde me senté al lado del cuerpo de mi padre,
apoyando mis manos sobre las suyas.
No sé, pero increíblemente mi cuerpo estaba
más helado que el suyo, por un momento deliré y hablé con él.
―Dime
padre ¿Dónde está la muerte escondida? he venido a negociar con ella para que
te devuelva la vida.
Como es natural no obtuve respuesta, pero yo
sabía que la muerte estaba allí agazapada, riéndose de mí. Así que enfadado
alce la voz y le dije.
―Sal
cobarde de tu escondite, sal muerte absurda y negocia conmigo ¡te ofrezco mi
vida y mil más que tuviera! a cambio de la de mi padre.
Fue imposible obtener replica, así que decidí
hablar con mi progenitor.
―Papa,
no quise despedirme de ti esta tarde, para que no te preocuparas. Pero sé que
estas aquí y me oyes, por lo que te diré que no te preocupes por nada, que yo
cuidare de todos aquellos “nuestros tesoros” también protegeré a lo que más tú
querías, tu esposa. Quiero que sepas que ésto no es un despedida, esto es un
hasta siempre.
En un monologo desesperado, continúe sin
parar.
―Ya
sé que te dije muchas veces que te quería, pero perdóname por no haberte dicho
que te amaba, como tú y yo amábamos a la madre naturaleza. Papá no me pondré
más sentimental, no quiero que me veas llorar desde el otro lado del cristal.
De repente encolerizado de rabia, alce mi voz
un punto más.
―Y
grítale de mi parte a la negra señora, que ajustaré cuentas con ella. Dile que
no se puede llevar a un ser querido, a traición de una forma tan vil.
Fue un desahogo para mí, pues me dio el
temple para bajar el tono y susurrarle al oído.
―Te
hablo bajito, para que no nos escuche la de la capa negra. Llévate papá mi áurea contigo, así parte de mí vivirá contigo en el infinito, yo voy a quedarme
con tu esencia, de esa manera podremos seguir compartiendo aquí en la tierra.
Convencido de mis palabras, cerré mí monologo
con una esperanzadora despedida.
―Así
padre, te dejo dormir en paz. Que mañana y sin que nadie lo sepa nos volveremos
a juntar.
Me levanté y abracé a mi madre, unas gotas
húmedas brotaron de mis ojos, que alegría me dio saber que mis lágrimas no se
habían marchitado.
Ataúd de madera, protégelo con el mismo
cariño con el que él os talló y acarició, que aún recuerdo cuando era niño,
como su ser olía a madera de pino, sauce y manzano. Y a tu voluntad dejo papá,
nuestros encuentros en el prado, al filo del bosque de castaños, junto aquel
arroyo tan caudaloso, que juntos cruzábamos de la mano.
Apagaron las luces, el ataúd se ha marchado.
Yo avanzo por el pasillo, entre sollozos y sueños desesperados.
Delirante aquella noche, de cualquier día, de
cualquier mes, de cualquier año, que aunque a fuego tatuada en mi mente… ¡jamás
la he recordado!
Nadavepo.
Solo hay una palabra para describir tú relato "Amor Incondicional" han sido dos pero es una simbiosis de una, muy lindo enhorabuena .
ResponderEliminarGratitud una vez más Campirela, saludos.
EliminarAgradecido quedo con tu comentario Eva, un saludo.
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