Hubo
una época en la que fui un rey, pero no un rey cualquiera, mi reino no estaba constituido por un
estado, ni por diez, ni tan siquiera por cien, mi reino era cualquier lugar donde yo estaba y hasta
donde mi vista alcanzaba, era el rey del mundo.
Las hojas de los árboles se balanceaban a mi
paso, como admiradores envueltos en aplausos hacia mi persona, los caracoles limpiaban y daban lustre a las piedras del camino, los pájaros amenizaban con sus cantos las jornadas tan laboriosas.
Tras de mí llevaba un cortejo variopinto, mariposas abriéndome paso ante el numeroso público que me observaba desde la jara mientras atravesábamos la dehesa, abejas zumbando anunciando en todo el bosque mi presencia, lagartos extendiendo ante mí, una alfombra de margaritas y amapolas, tortugas y libélulas que formaban mi elegante cuerpo de guardia, mis asesores personales búhos y lechuzas que decían eran los seres más sabios de los que me podía rodear.
Tras de mí llevaba un cortejo variopinto, mariposas abriéndome paso ante el numeroso público que me observaba desde la jara mientras atravesábamos la dehesa, abejas zumbando anunciando en todo el bosque mi presencia, lagartos extendiendo ante mí, una alfombra de margaritas y amapolas, tortugas y libélulas que formaban mi elegante cuerpo de guardia, mis asesores personales búhos y lechuzas que decían eran los seres más sabios de los que me podía rodear.
Las rocas de los montes me miraban con
recelo, pues sabían que en cualquier arrebato me montaría sobre ellas y las
conquistaría poniéndolas bajo mis dominios, las serpientes me rendían pleitesía
pues sabían de mi poder, los roedores se inclinaban a mi paso en señal del
mismo respeto que yo les profesaba.
¡Cuántas batallas libradas contra mis peores enemigos los cardos!, me atacaban con sus brazos espinados, mientras yo, espada en mano los decapitaba haciendo de ellos un tupido manto, por donde todos mis súbditos pasaban sin ser arañados o punzados.
“¡Libertad para mis fieles y lealtad para mis
amigos!”, este era mi lema, mi estandarte, mi doctrina, la cual quería compartir
en un futuro con todos aquellos que me rodeaban, convirtiéndolos en mi legado fuese póstumo o en vida.
Cuando llegaba el ocaso y estaba a punto de
cubrirlo todo con un tupido manto negro, yo me retiraba a mi morada, donde la
reina madre ordenaba mi aseo para sentarme a la mesa a cenar, después era
obligado despedirme de ella con un beso y retirarme a mis aposentos, donde
repasaba el abecedario y la tabla de multiplicar, por lo que al día siguiente
me pudieran preguntar.
Terminados estos quehaceres, intentaba
dormirme soñando con ser el Cid Campeador y hacer de este mundo un mundo mejor, pero
sin dejar de pensar que yo era el rey del mundo… aunque aún no había cumplido
los siete años.
Nadavepo.