miércoles, 22 de abril de 2020

La última oportunidad









  Viajaba en un viejo y deteriorado vagón, que había partido de una lúgubre y triste estación. Al salir de un interminable túnel, advertí  que un ratón estaba royendo mi corazón. Sobresaltado le grité:

 ― ¡Joder! ¿Qué haces pequeño roedor?

   El animal dejó de roer y mirándome a los ojos me dijo:
 
 ― Disculpe señor por mis malos modales, permítame que me presente: Mi nombre es Antón, y soy el ratón que devora el corazón de la ilusión. ¡Entre otras sensibilidades!
 
  Asustado y casi petrificado por lo que estaba oyendo, impulsivamente traté de aplastarlo con mis manos. Después de varios minutos apretando, cuál fue mi sorpresa al levantarlas, ver al roedor tan tranquilo observándome.

 ― De nada le servirá tratar de eliminarme, no soy un animal convencional, soy algo parecido a lo que vosotros los humanos llamáis, inmortal. Así que le ruego amable señor, que desista de hacer esfuerzos inútiles por destruir, lo que ya usted tiene casi aniquilado.

  Yo más asustado aún, tal cual hubiera visto a un espectro, le replique:

― ¡Minúsculo roedor!, no entiendo tu juego de palabras, ¿qué quieres decir cuando hablas de “esfuerzos por destruir, lo que yo ya tengo casi aniquilado”?

― Muy señor mío, no atendió usted a mis primeras palabras, si recuerda me presenté alegando, que era el ratón que devorará el corazón de la ilusión. ¿Lo recuerda?

― ¡Pues claro que lo recuerdo! Pero…  ¿qué tiene eso que ver conmigo?, yo a ti no te conozco y entiendo que tú a mí tampoco.

― ¡Por supuesto! Usted no me conoce, pero yo a usted si, lo mismo que conozco a todas las personas que viajan en este viejo vagón, al igual que a todas las que están en cada andén, por el que pasa este sombrío tren.




  Casi en un estado catatónico. Y esforzándome cada vez más por comprender lo que estaba sucediendo, me apliqué para preguntarle al roedor:

― ¿Cómo puedes conocer a todas las personas? ¡Eso es imposible!

― Señor, vuelve usted a pecar de ingenuo. Le he dicho que soy el ratón del corazón, que aparezco, evaluo y devoro cualquier corazón humano, que haya perdido la ilusión ¡o cualquier otra sensación!

  Otra vez, casi desesperado volví a la carga, ya casi suplicándole.

― ¡Mira ratón! ya está bien de tanta confusión, yo no entro en los cánones que me estás describiendo, así que por favor déjame viajar tranquilo.

  Antón  me miró amenazante, y tocándose el bigote me dijo:

― ¡Como osas decir, que usted no entras en estos cánones! ¿Acaso usted no tienes corazón?  ¿Acaso no se rige por la razón? Por mucho que se quieras autoconvencer, encaja perfectamente en estos requisitos, al igual que todo aquel que tenga corazón. ¿O quizás usted conoce a alguien que pueda andar por la vida, sin el músculo impulsor?

  Me sentía totalmente desorientado, ese roedor me estaba volviendo loco, pero yo continué advirtiéndole:

― Escúchame de una vez por todas  ¡fastidioso ratón! claro que tengo corazón. ¿Cómo no lo voy a tener? Pero no entiendo, como teniéndolo, osas a devorármelo.

―Ya se acerca usted al quid de la cuestión, sabemos los dos que usted tiene corazón, pero ha olvidado como usarlo. Usted sólo recuerda la función primaria del corazón, que es utilizarlo como motor de nuestro cuerpo, para realizar las tareas básicas de mover nuestros órganos. Pero ha olvidado, que el corazón tiene más de una función, de hecho tiene miles de funciones, entre ellas la de mantener viva la ilusión, cosa que… usted reconocerá que le falta

  Aquella mala bestia, había dado en toda la diana, ¿cómo podía él saber que había perdido toda la ilusión?, no alcanzaba a comprender, si lo que me estaba sucediendo era real o sólo un sueño.

― No puedo negarte estúpido ratón, que quizás haya perdido algo de ilusión. Pero creo que eso no es motivo para que me roas el corazón.

  El roedor volvió a mirarme fijamente, con una mirada inquisidora. Y como si estuviese muy enfadado conmigo, me volvió a argumentar:

― ¡Vamos a ver! Intentaré  explicárselo lo más claramente posible, para que usted lo entienda: Los seres humanos, sois un componente de muchos sentimientos, amor, fe, odio, bondad, rencor, etc. Si por la más mínima desviación del destino, os faltase tan sólo uno de esos sentimientos, ya no seríais humanos completos; viviríais, pero renqueando de uno de vuestros sentimientos que, al no utilizarlo, soy yo el que os lo quitaría, pues ya no os serviría para nada. Bien sabe al igual que yo, que usted perdió la ilusión hace siete años, normalmente sólo permitimos no usarlo durante cinco años, pero fuiste uno de los elegidos por ser una buena persona, y se le otorgó dos años más para ver si se recuperaba. Vimos que no, que había perdido la ilusión por amar, por soñar, por viajar y por muchas cosas más, fue en ese mismo momento y después de agotar el plazo que se le había otorgado, cuando el comité se dio cuenta, que usted era un caso perdido.

  No sabía por dónde tirar, aquel diablo con cola me había puesto entre la espada y la pared, pero lo más doloroso es que sabía perfectamente todo el proceso por el que había pasado. Así que, encontrándome derrotado por los argumentos del diablo gris, le dije:

― Ahora entiendo lo que me estás diciendo, pero… ¿qué culpa tengo yo, de no encontrar de nuevo la ilusión? No creo que sea cuestión de vida, que se me castigue por eso.

  El roedor contesto tajante:

― ¿Cómo que no es cuestión de vida? Su falta de ilusión, está agotando la fuente de otras personas, porque usted lo está desaprovechando. Es en ese justo momento, cuando entramos nosotros  para equilibrar la balanza; lo que a usted le falta, otro ser humano lo está esperando. Para que lo entiendas mejor: es como un trasplante de órganos, un sentimiento muere en usted, y se lo trasplantamos a otro, para que ese mismo sentimiento pueda vivir en él.




  Anonadado estaba quedándome, con lo que aquel bicho bigotudo me estaba diciendo, aunque en realidad llevaba toda la razón. Si yo me había quedado sin ilusión, era lógico que otro corazón disfrutara de ella. Aunque aquello del trasplante me asustó en tal cuantía, que pasé de dialogar, a rogarle a Antón.

― ¡Por favor, pequeño ratón! Te ruego que me perdones, hasta ahora no había tenido muy claro, qué es lo que querías hacerme entender. Pues te diré que ya lo entiendo perfectamente, y como bien dices, es verdad que he perdido la ilusión, y que, por lógica, entiendo que tendrías que extirpármela para donarla a otro corazón. Pero si me permites, te argumentaré…

  No me dejó acabar la frase, el roedor me interrumpió abruptamente diciéndome:

― ¡Que me vas a argumentar! ¿Os parece poco los siete años, que se le han dado como oportunidad? ¿No le parece que es tarde, para añadir una sola coma más? Es imposible que en diez minutos que llevamos de conversación, pueda usted mejorar lo que ha agotado ya.

  Aquel enano panzón no paraba de relatar, no hacía nada más que recriminarme, hablaba y hablaba y no me daba una oportunidad para poderme explicar. Hasta que de repente, por un resquicio de la ventana, entró una mariposa volando, que chocó contra el bigote del ratón, esto lo dejó tan descolocado, que por un momento calló. La imagen era tan graciosa que yo me reí a carcajadas y tras ello aproveché para decirle:

― ¡Ahora que por fin callas! Te diré que he recuperado la mitad de mi ilusión charlando contigo pequeño ratón, por no decirte que he adquirido otro veinticinco por ciento de ilusión, al ver cómo te hizo callar una mariposa multicolor. Me has hecho sonreír, cuando hacía, y tú bien sabes, años que no sonreía. Así te digo, que sólo me falta otro veinticinco por ciento para llegar a mi cien por cien de ilusión; no creo que, con semejante dato numérico, no seas capaz de darme una segunda oportunidad… y no devorarme ya, cuando me invade un setenta y cinco por ciento de ilusión.

  El roedor de panza blanca, apartó muy delicadamente la mariposa de su estirado bigote, dejándola libre  al dulce viento que entraba por la vieja ventana. Una vez la liberó, me miró y me dijo:

― Si esto le hubiera sucedido en el plazo de esos siete años, quizás podría haber hecho algo. Pero como ya le he explicado, está fuera de plazo, así que no puedo hacer nada por usted; y aunque pudiera el comité no os lo permitiría. La única probabilidad que hubiera tenido, hubiese sido haber completado ese cien por cien, y aun así lo tendría muy complicado.

  Aquello me rompió el corazón, eché a llorar desconsoladamente, fue en aquel momento, cuando verdaderamente me di cuenta de todo lo que me había perdido en esos años, y ahora que había agotado el tiempo, estaba más dolido aún, porque me quedaba una cosa muy importante por hacer, y para ello necesitaba el poder de la ilusión. Cuando pude por fin mirar al ratón a través de mis lágrimas, observé que me miraba con compasión, casi dolido por todo lo que estaba sucediendo.

― Perdóname, pero si me lo permite, a partir de ahora te tutearé ¡Deja de llorar por favor! He hecho esto miles de veces y ninguno a los que he devorado el corazón me ha llorado. ¿Sabes porque no me han llorado? porque ya  se le había muerto el sentimiento de la ilusión en su corazón, por eso no les preocupó que se lo devorará. Pero tu llanto me conmueve, eso me indica, que a ti si te importa, que no quieres perder la ilusión bajo ningún concepto, pero es tan difícil ya, que yo pueda rectificar, que me pregunto ¿Qué es lo que te ha hecho llorar?

  Sequé mis lágrimas con la manga de mi camisa, miré al pequeño ratoncito, que para ese momento ya me parecía de lo más tierno, y mirándolo ya resignado a lo que el destino me hubiera preparado, le dije:

― He llorado porque sólo me quedaba una cosa por hacer, pero para eso me hace falta el poder de la ilusión. Y aunque viajaba sin ninguna, conforme hemos ido hablando he ido sumando ilusión, la cual me hace valiente para acometer, quizás la cosa más importante que habré hecho en estos siete años perdidos. Con tu permiso te lo contaré: Acudo a un encuentro, con una señorita que conocí a través de una prima, siéndote sincero, no llevaba nada de ilusión, pero en este viaje y cómo has podido comprobar, he ganado un setenta y cinco por ciento de ilusión; y al llorar, he sumado ese veinticinco por ciento que me hacía falta, para llegar a esa cita con un cien por cien de ilusión. Ahora de un sólo tajo has troceado parte de mi corazón… sé que llegué tarde, pero aun así te pido perdón.

  El pequeño ratoncito me observó, y después de unos segundos mirándome con la cara compungida, sonrió. Estiró los brazos y dándome un pequeñito abracito en mi dedo pulgar, reculó unos centímetros para poder verme la cara y me dijo:

― Este gesto que has tenido al final, me ha conmovido el alma que, aunque soy inmortal, también tengo mi corazoncito. Te diré que no te quitaré ni un gramo de tu corazón, te dejaré que sigas el viaje con la batería cargada de ilusión. ¡Pero te diré una cosa! con esto que estoy haciendo, me estoy jugando mi puesto ante el comité. Así que se lo ocultaré por todos los medios, ¡pero por favor! has de prometerme, que no volverás a perder la ilusión.




― ¿Cómo podría volver a perder la ilusión, si inicié este viaje por amor?, y tú me has inyectado el resto de ilusión que me hacía falta, para no dejar de mover el corazón en busca de más y más ilusión… allá donde se encuentre. Así que te doy encarecidamente las gracias, mi querido y si me lo permites, apreciado ratoncito, por darme esta definitiva oportunidad. Además, quédate tranquilo,  puedes estar totalmente seguro, que no te voy a defraudar.

― En eso deposito toda mi fe, que no me defraudes, aunque sé muy bien que no lo harás. Bueno el tiempo apremia, tengo muchas cosas que hacer, así que aquí me despido de ti, pero antes de partir te diré… que la vida sin ilusión no es vida, y que huyas de la oscuridad, porque es la antítesis de la ilusión. ¡Hasta la vista querida amigo!

  Despidiéndose de mí, el pequeño ratoncito empezó a difuminarse hasta que desapareció. Sucedió todo tan rápido, que casi no me dio tiempo de despedirme del ratón que me devolvió la ilusión.

 
 Alejandro Maginot


lunes, 13 de abril de 2020

El último aliento













    El cielo estaba de un azul  profundo, el sol cegaba mis ojos, que por última vez, intentaban mirar hacia las claras nubes que alborotadas contemplaban la escena. Aunque mis sienes temblaban, porque mis ojos sólo alcanzaban a ver, el brillo del acero ceñido sobre mi cuello.

  Mi boca tenía un ligero sabor a sangre fresca, un sabor metálico inundaba mi paladar. Desde mi posición, sólo  podía ver al verdugo que sostenía en su mano derecha, la cuerda de tan cruento aparato; a través de los agujeros de su negra capucha, pude atisbar la frialdad que sus ojos reflejaban… yo ya pendiente del último halo de vida estaba.

  A lo lejos, oía al gentío dar gritos y aplausos acaloradamente. ¡Qué ironía! en vez de estar festejando una coronación, estaban celebrando una muerte ¡mi muerte!

  Estando en el último hilo de vida, que sólo se prolongaría lo que Dios quisiera permitirme, la nebulosa de mi mente no estaba allí, estaba en otro lado, en un sitio aunque funesto en aquel momento, cargado y lleno de un intenso color.

  Me encontraba en los jardines de palacio, donde dulce y tiernamente besaba los labios de un triste amor. Amor que por última vez se reflejaba en la pupila de mis ojos, ya a punto de cerrarse para siempre. Intensos recuerdos, que sumaron aliento…  para poder visualizarlos por última vez.

  Y ahora, cuando mi cabeza no está sobre mis hombros, ahora es cuando me he dado cuenta de la realidad; después de acudir a la justicia intentando hacer prevalecer el honor y la verdad, sólo he conseguido lograr…  que mi cabeza está en un cesto de mimbre y no de cristal.



Alejandro Maginot




martes, 7 de abril de 2020

Rozando el amor eterno











   ¿Qué edad tendría yo, cuando empecé en los vericuetos del amor?

  ¡No lo sé!, mis recuerdos me llevan a una edad muy temprana, donde me veo dibujando un desequilibrado corazón, en la corteza de un viejo y cansado árbol, harto de aguantar los cortes de navaja, de imbéciles crédulos como yo.

   Idiotas, que pensábamos que por dejar nuestros nombres grabados en el dolor de la naturaleza, nuestro amor sería tan eterno como la savia petrificada, en la herida de aquel amargado árbol.

   Nunca me paré a pensar, cuántos corazones más desangrarían a aquel álamo; y si él duraría sobre la tierra más que yo, mientras mi ser caminaba decepción tras decepción. Por qué dicen que de amor ya no se muere, pero yo puedo asegurar que estuve muy grave.

  Diez pasos y una caída, la gente pasaba a mi alrededor, pero nadie se paró a levantarme; empezó a llover torrencialmente, hubo un momento en que creí que me iría por la alcantarilla. Asustado estaba, porque bajo aquella lluvia sólo una rana me miraba atentamente, ojos saltones intentando dibujar corazones.






  Dicen que el amor no te hunde, pero yo estaba haciendo agua. Andaba entre sombras negras, ni un atisbo de color mis pupilas divisaban, pero con seguridad el barco se alejaba. ¡Qué desolación! después de tres años ver sólo un color, el rojo de mi sangre, que a borbotones salía por mis muñecas, bombeada por mí ya débil corazón.

  Estaba en un lecho de color blanco impoluto, personas iban y venían con atuendos blancos y rostros difuminados, algo me zamarreaba pero yo no respondía. En un instante indeterminado, oí en lo más profundo de mi cerebro una voz que decía: “abre los ojos, incorpórate y camina hasta la ventana”

   En aquel momento no entendía nada, pero me aferre a hacer lo que la voz me dictaba; me acerqué a la ventana y vi dos palomas en la cornisa, una muerta y otra que la velaba, después de un buen rato, apareció otra paloma que a la muerta su respeto presentaba, pero después de un minuto tras cortejar a la viva, las dos volaban hacia el corazón que el sol dibujaba.

  Había aprendido una lección, por la falta de amor no se hundirá el mundo; y por amor ya no se muere… pero si me permito extrañar, extrañar todo lo que dejé de hacer, por haber enloquecido por aquella mujer.



Alejandro Maginot




Brisa