Mi colegio y la iglesia del pueblo, estaban en frente uno de
la otra. Yo siempre llegaba unos minutos antes de la hora, los cuales los
pasaba sentado en la escalera del colegio observando a las cigüeñas en el
campanario de la iglesia.
Que elegantes me
parecían aquellas aves, daban la sensación de estar vistiendo un frac, tan
altas y espigadas, de movimientos lentos y pausado y tan inteligentes. Como
hacían sus nidos, eran obras de arquitectura, siempre pensé que las cigüeñas le
podían haber dado una lección magistral a mi profesor de matemáticas.
Porque esas aves tan
majestuosas, hacían miles de kilómetros para anidar en nuestros campanarios,
era una pregunta que siempre me hacía, yo pensaba que era por la atracción que
ejercía nuestros pueblos tan blancos sobe ellas, aquí encontraban paz y
tranquilidad y no se sentían amenazadas.
De repente cuando más absorto estaba en mis pensamientos,
sonaba la campana de entrada a clase, y me sacaba de mi sueño, que era volar
como las cigüeñas.
La entrada a clase
siempre era divertida pues bromeábamos los compañeros unos con otros, y así
estábamos alborotados hasta que llegaba el profesor, entonces todo quedaba en
silencio y solo con un gesto suyo, empezábamos a sacar el plumier, la carpeta y
el libro de su asignatura.
Cuando abría el
plumier para sacar los lápices, quedaba extasiado, el olor a goma de borrar y a
goma arábiga me transportaba a mundos fantásticos, era maravilloso los aromas
que desprendía el material escolar.
Recuerdo mi pupitre,
como si estuviera ahora mismo sentado en el, levantabas la tapa y tenías un
gran espacio para meter los libros, cerrabas la tapa y en la parte alta tenías
dos huecos para meter tus lapiceros reglas y otras pequeñas cosas, lo más chulo
era la inclinación que tenía la mesa,
quedaba mucho mejor que las de ahora, en las que el alumno se tiene que echar
sobre la mesa.
Mi pupitre daba a una ventana, y que casualidad aquella
mañana, tocaba lengua, tanto me aburría esa asignatura que mi única salvación,
era la ventana, la cual me distraía dejándome ver a la gente pasar, pero que no
te viese el profesor, si no reglazo en la mano y a joderte.
Una de las mejores
horas, era la del recreo, allí comíamos
el bocadillo que nuestra madre había preparado con tanto primor, luego juego
sin descanso hasta el nuevo toque de campana para volver a clase, y ya la
desesperación de que pasase rápido la mañana y llegase la hora de la comida.
Sonaba la campana y
saltábamos de los pupitres como Pedro Picapiedras, y salíamos por los pasillos
hacia la calle como alma que lleva el diablo.
En la calle te
juntabas con un amigo que fuera en tu dirección a casa, y otra vez a liarla,
risas cachondeo, y alguna broma que otra a los mayores.
Llegaba a casa con la
hora justa de comer y volver al colegio, lo mejor de la comida era el postre
que solías comértelo en la puerta de casa o andando hacía el colegio, que
recuerdos tan gratos me traen aquellas
manos de niño oliendo a granada o naranja, que felices éramos.
A la llegada al colé
siempre había algún colega sentado en los escalones, y nos ensalzábamos en
alguna conversación, siempre destinada al juego o temas del colé, aunque
también empezábamos ya a hablar de las niñas, aunque aún no tenían mucha
relevancia en nuestras vidas, simplemente papelitos que decían, me gustas, eres
bonita etc., ese era todo el lenguaje que conocíamos a cerca del amor.
Y cuando estábamos en lo mejor de la conversación a la cual
ya se había unido un grupo de amiguetes muy nutrido, tocaba de nuevo la campana
de entrar a clase, llegaban las peores horas las de la tarde, donde era un
milagro resistir una perorata del profesor sin dormirte, se hacía eterno,
contábamos los minutos para salir y más largo se nos hacía.
Pero por fin salvados
por la campana, salíamos a todo gas, corriendo cada uno para su casa a soltar
los libros, tomar un bocata sobre la marcha y buscar a los colegas.
Como eran otros
tiempos, muchas de las calles del pueblo estaban sin asfaltar, lo que nos venía
de maravilla para jugar a la lima, aunque luego para jugar a la tanga
buscábamos las calles asfaltadas, éramos los amos del pueblo, cada rincón nos
pertenecía, la plaza del ayuntamiento, los arriates de la iglesia, la ladera
del ribazo eran algunos de nuestros dominios preferidos.
Así nos pasábamos toda la tarde hasta la hora de volver a
casa, donde tu madre te recibía con una regañina, diciendo hay que ver como
traes el pantalón, y las coderas del jersey despegadas y esa cara llena de
mierda, eso duraba un media hora, hasta que te duchabas y cogías algún libro
para disimular, luego la cena y a ver un poquito del cajón desastre que por
aquella época eran solo dos cadenas en blanco y negro, en las cuales tenías
poco surtido donde elegir.
Luego a la cama y a charlar con tu hermano mayor, de tus
aventuras, hasta que el sueño te vencía y te quedabas dormido como no te quedas
ahora ni aunque quieras, que sueños más bonitos se tiene con esa edad.
Bueno y eso era una jornada laboral para nosotros, todos los
días la misma rutina pero con sueños diferentes, sueños que solo los niños
tienen, y que con ellos se podría construir un mundo más solidario y más
humano.
Mi tristeza al
escribir estas líneas es saber que yo tuve una infancia feliz, pero cuantos niños
ni lo fueron ni tan siquiera ahora que se supone que el mundo ha progresado lo
serán.
Fdo: Nadavepo.