Tomabas café a toda prisa, llegabas tarde al
trabajo. Es lo que imaginaba cuando te contemplaba en el bar, te veía
desconcertada, atropellada y siempre a
contra reloj.
Hasta aquel día no había tenido el valor de
saludarte, ni tan siquiera haber roto el hielo con unos buenos días. Yo hacía
conclusiones de cómo serías, estaba claro que no eras mi tipo de mujer
físicamente, por lo menos es lo que pensé en aquel instante, aunque noté que había algo en tí que me atraía o por lo menos causabas curiosidad en
mí.
Cuando salías a toda prisa del local, tiraste
mi abrigo al suelo, con la cabeza gacha
evitando mirarme a los ojos,
recogiste mi gabán y pidiéndome perdón me lo entregaste. Creí que era la
oportunidad más audaz para conocerte, nada más lejos de la realidad. Antes de
yo pronunciar palabra, saliste del local
como alma que lleva el diablo.
Yo como imbécil quedé estático, empecé a
preguntarme todas las chorradas que un tío gilipollas puede hacerse en esa
situación:
―
¿Será muy tímida? O tal vez al no ir maquillada, le dio vergüenza pararse.
También puede ser que al estar gordita tenga complejos, o quizás tiene novio.
Podría ser que un capullo como yo no le interese.
Así estuve debatiéndome mientras apuraba mi
café, el caso es que después de tanto tiempo viéndola en los desayunos, la
curiosidad me embargaba.
Día tras día acudía a mi cita con el café del
desayuno, pero ni rastro de ella. Así pasaron varias semanas, hasta que una
mañana y sin esperarlo apareció de
nuevo, esta vez no iba a perder la
oportunidad de conocerla, al precio que fuese.
Puse a trabajar la máquina del ingenio, a ver
de qué forma le entraba, sólo se me ocurrió la estúpida idea de volver dejar
caer mi abrigo al pasar junto a ella. No fué la mejor idea, con ojos de miedo
se sobresaltó, yo rápidamente dije:
―Por
favor no se asuste, soy un torpe, he dejado caer mi abrigo sin querer.
Estando balbuceando estas palabras, ella se
levantó marchándose a toda prisa del
bar.
―Joder
he metido la pata hasta la rodilla, no se puede ser más tonto. Me respondía a
mí mismo, en un estado de nerviosismo y vergüenza que me hizo abandonar el
local en un suspiro.
Ese día no me había dado cuenta de una cosa,
pero cuando pude entrar en cordura y relajarme, vislumbré en mi mente los ojos
con los que me miró y cómo todo su cuerpo se convulsionó al asustarla. No paré en todo el día en darle vueltas en mi cabeza a lo sucedido, no sé cómo, pero
llegue a pensar que aquella chica tenía un grave problema con los hombres. En
aquel momento no lo sabía, pero no me equivocaba.
Yo seguí con mi rutina, siempre desayunaba
allí al lado de mi trabajo. Pero de ella ni rastro, pasaban los días y yo
perdía la esperanza de volver a verla, aunque os mentiría si no os dijera que
la curiosidad me mataba por dentro, a la vez que estaba preocupado por ella.
Ya casi olvidado todo, aquella mañana al
entrar en la cafetería me llevé una grata sorpresa. Allí estaba sentada aquella
mujer en su mesa de siempre, yo quede absorto, tuve que hiperventilar para
meter mi cuerpo en cintura, no estaba dispuesto una vez más a dejarla escapar
tirándolo todo por la borda.
Una vez estuve totalmente relajado, me dirigí
hacia su mesa.
―Por
favor no se asuste. Dije con la voz más suave que pude poner.
Ella levantó un poco su cara, pero sin llegar
a mirarme a los ojos.
―No
sé si se acuerda de mí, soy el imbécil que la sobresaltó la última vez que
estuvo aquí. Quiero empezar de nuevo, sin tropelías, así que permítame pedirle
perdón y darle los buenos días.
Seguía sin mirarme directamente, por un
momento titubeó, pensé que se levantaría huyendo de nuevo, pero
sorprendentemente articuló con una voz casi inaudible.
―Buenos
días, perdóneme usted a mí.
Quede verdaderamente absorto, que musicalidad
tenía en aquel pequeño susurro de voz.
―Le
importa que me siente, si no es ninguna molestia para usted.
Muy
tímidamente respondió.
―Si
no le importa no estoy preparada, ahora tengo que marchar quizás en otro
momento.
Yo casi egoístamente, por poco meto la pata,
pues no quería que desapareciera de nuevo sin saber nada de ella, pero afortunadamente
reaccioné con mesura.
―Como
usted lo desee, y por favor le ruego me perdone nuevamente.
Casi en un acto reflejo y al levantarse de la
mesa, cruzamos nuestras miradas.
―No
es culpa de usted caballero, no tiene por qué pedir tantas veces perdón. Que
pase usted un buen día.
Esa fué la presentación y la despedida más
corta de mi vida. Pero resignado acepté el destino.
No sé, pero resetear mi mente para no verla
en mis pensamientos me era imposible, no podía apartarla de mi cabeza. Su melódica
voz martilleaba mis oídos durante todo el día, sus ojos pequeños con reflejos
de melancolía se me habían incrustado en mi retina, hervía por volver a verla.
Pasaron tres días que se hicieron eternos,
pero por fin apareció de nuevo. Se iba a sentar en otra mesa, porque yo estaba
sentado en la que a ella le gustaba.
―
Disculpe señorita, he ocupado su mesa
pensando que ya no volvería, pero enseguida se la dejo libre para que se
siente.
Esta vez quedé sorprendido, al ver cómo me
hablaba con algo más de seguridad en sí misma.
―Por
favor, ni se le ocurra moverse, ya me siento yo en esta otra.
En ese momento, no tuve otra alternativa que
rogarle.
―Perdone
que insista, pero le rogaría que se sentase conmigo, le debo una disculpa y le
pido por favor que me acepte un café.
Para nada esperaba que se sentase conmigo,
pero como casi siempre el destino se volcó hacia el lado que menos esperas.
―De
acuerdo, le acepto ese café.
Aquella mañana estuvo sentada media hora conmigo,
en la cual sólo hablamos de cosas banales. Aunque debo decir que había tocado
alguna tecla en mí, lo sé porque la tuve todo el día en mi pensamiento.
A raíz de ese día, solíamos tomar café juntos,
y aunque sólo era media hora a mí me alimentaba para todo el día. Ya tenía
claro, que me equivoqué al pensar que aquella mujer no era mi tipo.
Conforme pasaban los meses, fuimos tomando
confianza. Ella empezó a sincerarse conmigo.
―Tengo
que confesarte una cosa, estuve casada durante cinco años.
Antes de que entrara en más profundidad, le
repliqué.
―No
tienes porque contarme nada, de verdad que no.
―Quiero
hacerlo, te lo debo. Así sabrás porque estuve tan reacia a conocerte al
principio.
Asentí, diciéndole.
―Como
quieras, si así te encuentras mejor, adelante.
―Cuando
te ví por primera vez tenía pánico a los hombres, me costó tres años de terapia
poder enfrentarme a una conversación con
alguien de distinto sexo, afortunadamente has sido tú el primer hombre con el
que me sincero desde lo acaecido en mi matrimonio.
Se detuvo un segundo y bebió un sorbo de
agua, para continuar diciéndome.
―Cinco
años de humillaciones, al principio fueron insultos como gorda, vaya pistoleras
que tienes, tienes piel de naranja agria. Eres una inútil, no sirves para nada,
todas estas cosas eran lo más liviano que me decía.
Volvió a hacer una pausa, la garganta se le
secaba y tenía que beber agua constantemente.
―De
los insultos pasó a las manos, aún tengo guardada en el alma la primera
bofetada que me pegó, simplemente por haberme pintado los labios para ir a por
el pan.
No pude más, en aquel momento me sentí lo más
ruin del mundo, y solo por el hecho de ser hombre. No tuve más remedio que
interrumpirla para decirle.
―Por
favor, no continúes, no te martirices te lo ruego.
Unas tímidas y amargas lágrimas brotaron de
sus ojos. Yo continué, después de unos segundos catatónicos.
―Divina
flacidez la de tu vientre, que será mi almohada en el sopor de la paz que me
transmite una mujer como tú. Mágico tu vientre, que será el nido durante nueve
meses de los hijos que me darás.
Ella, abrió los ojos como nunca y siguió
escuchándome, mientras su respiración se iba acompasando, dándome a mí la
fuerza de seguir argumentándole.
―No
te imaginas, con qué locura sueño todos los días, el poder acariciar y besar tu
piel de naranja. Sólo el hecho de ser madre, demuestra que eres sabia no sólo
en tu capacidad, sino también en el interior de tu cuerpo.
Sus lágrimas se fueron cortando, absorta me
contemplaba mirándome a los ojos sin evadir ni un segundo mi mirada. Yo no
podía parar de decirle las cosas que hace tanto tiempo quería decirle.
―Soñar
contigo cada día, desde mucho antes de conocerte ha sido un privilegio para mí,
de esto podrás deducir lo que significa que te hayas hecho realidad,
materializándote a mi lado.
Esta vez, fui yo el que necesité un sorbo de
agua para poder continuar.
―Yo
seré un borrador, que borrará de tu corazón esos negros recuerdos. Resetearé tu
mente y volveremos a empezar juntos una nueva vida. Seré el almendro que
florecerá para ti cada día, perfumando tu alma.
Continué.
―Y
si me lo permites, te amaré siempre como lo hacen los girasoles cuando le dan
la mano al sol. Tus palabras, serán el bálsamo que cure las heridas, de todas
las caídas que tuve antes de conocerte a ti. Cuidaré de tí, en cualquier
extremo de la cuerda en el que te encuentres. Conseguiré que pises firme, por
cualquier terreno por muy inestable que esté.
Mientras yo hablaba, ella me cogió las manos temblorosas de
emoción y dijo:
―
¡Calla! yo también te amo, hace tiempo que borraste en mí todo lo doloroso de
mi pasado. Empecemos hoy, lo que hace años llevamos soñando.
Un abrazo juntando nuestras mejillas, fué el
comienzo de una vida que ya estaba
escrita.
Nadavepo.
Hola Alejandro , hoy tú relato me ha sorprendido gratamenten, pues has descrito con bastante tacto lo que por desgracia esta a la orden del día el maltrato de genero , pero no solo eso sino saber como alguien en este caso una mujer, puede llegar a superarlo con la ayuda de otro hombre que la haga sentir que ella con sus defectos y virtudes es todo lo que él necesita , esa autoestima que es tan importante para salir del bache a las que son sometidas .. una vez más enhorabuena por acordarte y escribir sobre el tema tan sutil-mente un saludo.
ResponderEliminarGracias Angeles por tu comentario tan bonito, besos.
ResponderEliminarNo se que decirte son unas palabras muy bonitas para decir lo que sucede con muchas mujeres en estos días.
ResponderEliminarGracias porque me has hecho reflexionar y pensar en muchas cosas
Gratitud Rocio, es un honor saber que me sigues.
Eliminar