Esta es mi primera novela.
Título: “Lo Inconfesable”
Autor: Alejandro Maginot.
Narra la lucha interior de un párroco, entre su fe y
el pecado.
Esta es mi primera novela.
Título: “Lo Inconfesable”
Autor: Alejandro Maginot.
Narra la lucha interior de un párroco, entre su fe y
el pecado.
Esta es mi tercera novela.
Título: “El Inconformista”
Autor: Alejandro Maginot.
Venta: En Amazon.
Su lectura te sumerge en el viaje de un joven, entre
sus adversidades y una sed insaciable de libertad.
Paseaba
entre la tierra y la luna, cuando de repente te vi…
Y me paré a contemplar tu hermosura.
Asombrado
pregunte:
-- ¿Eres
estrella o cometa?... o quizás seas el reflejo del cielo entre la luna y la
tierra.
Y tú te
deslizas como polvo cósmico, entrando por mi nariz…
Cristales que se soldaron, para no desoldarse
ni en las zonas más oscuras.
Ahora tú y yo podemos ser una medusa, una mariposa o cualquier otra cosa…
Lo que
nos apetezca, pues estamos hechos de la misma materia.
Y pasaron los años y te volví a repetir:
─ Te amé desde el primer día, como se ama al más bello planeta…
Itinerantes
seguimos caminando por la galaxia, como si esta fuese nuestro planeta.
Tu órbita me hizo girar en tu sendero…
Sin medir distancias, sin calcular tiempo…
Solo el impulso de un amor sincero, que late con el ritmo del
universo.
Somos dos astros con la misma luz, bailando un vals sobre el canto de la luna.
Mi corazón viajó más allá de un agujero oscuro, para encontrarse por fin...
Junto al tuyo.
Y si el cosmos un día se apagara, o las constelaciones se durmieran, aún así brillarían nuestras almas…
Que darían luz a los amantes en la
tierra.
Alejandro
Maginot
Un día, una enorme y terrible tormenta azoto
toda la región. El río Blas cercano al granero, que normalmente llevaba el
cauce de un arroyo tranquilo, se desbordo sin control y con una furia
inusitada, inundo rápidamente los campos y todo lo que encontraba a su paso.
Dentro del granero, dos pequeños ratoncitos, aún demasiado jóvenes para valerse
por sí mismos, quedaron atrapados en una balsa improvisada que la corriente
arrastraba hacia un torbellino del río. Sus padres desesperados, ¡chillaban y
gritaban pidiendo ayuda!, pero la fuerza del agua era tan abrumadora… que parecía que
aquella situación no tendría un buen final.
Los ratones más agiles intentaron acercarse,
pero la fuerza del agua los hizo retroceder. En medio de aquel tremendo caos,
Remy sintió un alarde de valentía que lo hizo actuar. Su pelaje que antes había
sido motivo de burla, ahora era su mayor ventaja. Su cuerpo regordete y su pelo
denso y ligeramente impermeable, le daban una flotabilidad inesperada en él.
Con una determinación que nunca antes había sentido, Remy se lanzó al agua sin
titubear.
Nadando con todas sus fuerzas, lucho contra la corriente, mientras los ratoncitos asustados se aferraban a su balsa, Remy logro alcanzarlos y con un esfuerzo sobre humano, empujó la balsa hacia un terreno más elevado, donde el agua ya no suponía un peligro. Agotado pero victorioso, Remy regreso al granero llevando a los pequeños ratoncitos a salvo junto a su familia.
La atmosfera cambio al instante. Los ratones
que antes se habían burlado de él, ahora lo miraban con admiración ¡Remy nos
salvó! Gritaban los pequeños ratoncitos, ahora todos querían ser amigos suyos,
compartir su comida y escuchar sus historias. Pero Remy, aunque agradecido por
la aceptación de los suyos, en su interior sentía que su propósito en la vida
iba más allá de ese granero… Había descubierto que su singularidad era su fortaleza.
Con una sonrisa por primera vez en sus labios, Remy decidió
que no se quedaría en el granero. Se despidió de todos, con la promesa de que
usaría esa valentía en esta situación descubierta para ayudar a quienes lo
necesitaran... Su corazón se había llenado de una nueva determinación para
afrontar cualquier reto, que la vida le pusiera por delante.
Así que después de despedirse de todos, el
pequeño ratón peludo se embarcó en una aventura sin precedentes alrededor del
mundo... con la finalidad de ayudar a los más desfavorecidos.
“Se propuso llevar su bondad y coraje a cada
rincón del planeta que visitara”
Alejandro Maginot.
En un pequeño pueblo rodeado de bosques, vivía un erizo llamado Rombito. Era un erizo adorable, con una carita redonda y unos ojos grandes y curiosos. Sus padres lo querían con locura y siempre intentaban llenarlo de besos, pero Rombito tenía un problema: era increíblemente tímido y cada vez que sus padres se acercaban para darle un beso, Rombito avergonzado y con rubor en sus mejillas, agachaba la cabeza y su pequeñas púas, aunque suaves la mayor parte del tiempo al ponerse nervioso se ponían de punta, ¡pinchando a cualquiera que atreviese a acercarse demasiado para darle un beso!
Esto entristecía mucho a Rombito. No quería
pinchar a sus padres, solo quería sentir el calor de sus besos. Sus papas
también se sentían un poco apenados, aunque nunca jamás se enfadaban con el
porque los pinchara.
Un día el tío de Rombito el “Tío Agujas”,
llego de visita. El Tío Agujas era conocido en el pueblo por ser el mejor
peluquero de todos los alrededores, con, unas manos mágicas para cortar y
peinar cualquier tipo de pelo, ¡o en este caso de púas! Al ver la tristeza de
Rombito y la frustración de sus padres, el Tío Agujas tuvo una idea brillante.
−“¡No hay problema que una buena tijera no
pueda solucionar!”, exclamó con una sonrisa.
Con mucho cuidado, el Tío Agujas empezó a cortar las púas de rombito, dejándolas suaves y cortitas, especialmente las de su cabecita. Rombito se sintió un poco raro al principio, pero cuando sus padres se acercaron de nuevo pudo mantener la cabeza erguida. ¡Y por primera vez, sintió los suaves besos de sus padres en sus mejillas sin pincharlos! La alegría llenó el hogar, y Rombito se sintió el erizo más feliz del mundo.
Aunque sus púas volvieron a crecer con el
tiempo, gracias a su tío Rombito había tenido un rayito de esperanza. Y así con
el paso de los años Rombito creció, y aunque su timidez seguía siendo parte de
él, aprendió a manejarla un poco mejor.
Un día conoció a una hermosa eriza llamada
Espinita, que era dulce, paciente y que entendía perfectamente la timidez de
Rombito. Poco a poco, con sus palabras amables y su sonrisa contagiosa,
Espinita ayudó a Rombito a sentirse más seguro de sí mismo. Le enseñó que la
timidez no era algo de lo que avergonzarse, sino parte de su encanto.
Una tarde, mientras paseaban por el bosque
cogidos de la mano (o de la patita en su caso), Rombito sintió una nueva
valentía: Miró a espinita, sus ojos se encontraron y esta vez no agachó la
cabeza. Sus púas se mantuvieron suaves y su corazón latía con fuerza. Se
inclinó lentamente y con sus propios labios, ¡por primera vez, besó a Espinita!
Fue un beso tierno y dulce, lleno de todo el amor y la gratitud que Rombito
sentía.
Desde ese día… Rombito y Espinita compartieron
muchos besos, con la calidez y la
conexión que solo dos almas gemelas pueden encontrar. Rombito aprendió que la
verdadera valentía no estaba en no tener púas, sino en superar sus miedos y
abrir su corazón.
Alejandro Maginot
La vida de Sucio dio un giro de ciento ochenta
grados. De las calles y el abandono, pasó a tener un hogar cálido y lleno de
amor junto a Joel y a su madre. Pero la adaptación no fue un camino de rosas.
Sucio, acostumbrado a la libertad y a valerse por sí mismo, se sentía a veces
un poco desorientado en su nuevo entorno, la cama suave, los cuencos llenos de
comida y agua… y las caricias constantes eran algo nuevo y a veces abrumador.
Un día Joel se sentó junto a Sucio, y
acariciando su cabeza le dijo: ¿no te parece que es hora de cambiarte el
nombre? Pues Sucio no te hace justicia. El perro agradecido asintió con un
ladrido como queriendo dejar el nombre de Sucio atrás. ¿Qué te parece que te
llamemos Titán? Más que nada por la fuerza que has demostrado al sobrevivir tu solo, en las tenebrosas calles de esta enorme ciudad… El perro miro tiernamente
a Joel y nuevamente con un ladrido corto asintió, como diciéndole que estaba de
acuerdo.
Joel con su infinita paciencia fue su mejor
guía. Le enseñó a jugar con la pelota, a caminar con correa por el parque, y a
disfrutar de las sientas al sol. Lo más difícil para Titán era superar su miedo
a los ruidos fuertes y a las personas desconocidas, sobre todo a las personas
adultas. Cada vez que sonaba el timbre o alguien alzaba la voz, Titán se
encogía y buscaba refugio bajo la cama de Joel.
Un día, la abuela de Joel vino de visita. Era una mujer enérgica y ruidosa, con una voz potente y una risa estridente. Al ver a Titán, exclamó con alegría: “¡Qué perro tan simpático! ¡Ven aquí pequeño, que te dé un abrazo!”. Titán, aterrorizado se escondió debajo de la cama, negándose a salir. Joel trató de explicarle a su abuela la historia de Titán y sus miedos, pero ella con su carácter no lo entendía del todo.
Joel, preocupado por el bienestar de Titán,
tuvo una gran idea… recordó cómo la gominola había sido el primer paso para
ganarse la confianza de Titán. Así que le pidió a su abuela que, en lugar de
intentar abrazarlo, le ofreciera una golosina con suavidad y en silencio. La abuela,
aunque un poco escéptica, accedió. Se sentó en el suelo con una galleta en la
mano y esperó….
Pasaron unos minutos tensos. Titán desde su
escondite, olfateaba el dulce aroma. Poco a poco, con cautela asomo la cabeza,
vio la mano extendida de la abuela, que se mantenía inmóvil. Se acercó
despacio, tomó la galleta y regresó a su refugio para comérsela. La abuela
sonrió… “¡Vaya, parece que tengo que ser más paciente con este pequeñín!”, dijo
en voz baja.
A partir de ese día, la abuela de Joel adoptó
una nueva estrategia. En lugar de ser ruidosa y efusiva, se movía con suavidad
y le hablaba a Titán con un tono de voz calmado. Le ofrecía pequeñas golosinas
y… poco a poco, Titán empezó a salir de su escondite y a aceptar sus caricias.
Descubrió que la abuela tenía manos suaves y que su risa ya no era tan
aterradora… era la segunda persona adulta, después de la madre de Joel en la
que confiaba.
Titán aprendió que la paciencia y el cariño
podían derribar cualquier barrera, incluso las que él mismo había construido. Y
aunque siempre tendría un poco de su instinto callejero, ahora sabía que tenía
un lugar seguro donde ser amado. La casa de Joel no solo le dio un techo, sino
también la oportunidad de sanar su corazón y de aprender a confiar de nuevo.
Alejandro Maginot
“Sucio” era
el nombre con el que llamaban a este perro callejero, prueba viviente de lo
cruel que puede ser el abandono de un perro. Lo llamaban así por su pelaje
marrón y blanco sucio, abandonado por su dueño se había buscado la vida en las
calles de la gran ciudad, comiendo las sobras que encontraba en los
contenedores y enfrentándose a la dureza de un mundo que era cruel con él. Su
corazón herido por el maltrato, se había llenado de desconfianza hacia los
humanos.
Sucio, se había refugiado en un solar abandonado,
justo en la calle por donde pasaban los niños al salir del colegio. Cuando los
veía el miedo y el resentimiento lo invadían. Les ladraba y le enseñaba los
dientes, asustándolos para que no pasaran por la calle. Los niños aterrados,
tenían que dar un rodeo enorme, lo que hacía que tardaran mucho en llegar a
casa. Sucio con su aspecto desaliñado y su corazón roto, se había convertido en
el guardián de la calle.
Pero un día todo cambió, salió del colegio un
niño ciego llamado Joel. Este niño, al no poder ver los dientes de Sucio, solo
escuchó los ladridos que para él sonaban como una invitación del perro. Sin
miedo se acercó y le extendió la mano. Sucio, al sentir que el niño no lo veía,
se dejó acariciar con un poquito de recelo. Joel le dio una gominola que
llevaba en el bolsillo; Sucio que jamás había probado algo tan dulce, se quedó
alucinado.
Ese simple acto de bondad rompió el hielo.
Sucio empezó a esperar a Joel todos los días con ilusión, y Joel con la
sabiduría de un niño que ve con el corazón, le enseño que no todos los humanos
eran iguales. Le dijo que había niños buenos y entre ellos algunos traviesos, y
que no debía castigarlos a todos. Le pidió que dejara pasar a los niños, para
que no tuviesen que dar tanto rodeo y llegaran a su hora a casa.
Sucio, poco a poco empezó a confiar en los niños pero no tanto en los adultos. Los ladridos se convirtieron en suaves gruñidos y luego en juguetones gemidos. Día a día, se hizo amigo de todos los niños. Ellos en agradecimiento le llevaban comida y chuches… Y al final, a petición de Joel su madre acogió a Sucio en su casa. Y el perro abandonado, el guardián gruñón de la calle había encontrado, por fin, un hogar y una familia. Y su corazón, antes lleno de rencor, ahora estaba lleno de amor.
Continuará…
Alejandro Maginot
Zumbido era un mosquito
pequeño y soñador que vivía en un estanque rodeado de altos juncos y brillantes
flores de loto. Mientras los otros mosquitos se contentaban con revolotear sin rumbo,
Zumbido tenía un sueño muy particular: quería ser un gran bailarín.
Admiraba la elegancia
de las libélulas y la gracia con la que las ranas saltaban sobre las hojas, y
anhelaba moverse así de libre y ligero.
Cada vez que Zumbido
se preparaba para ensayar sus pasos de ballet, el resultado era siempre el
mismo. Se elevaba girando con todas sus fuerzas, pero en lugar de aterrizar suavemente
terminaba pinchando a alguien con su aguijón.
― ¡Ay! ¡Zumbido, ya basta!, gritaba una rana con el dolor que
le había producido el aguijonazo de Zumbido.
― ¡Otra vez no!, se quejaba una carpa, agitando la cola con
furia después de llevarse un pinchazo del mosquito.
Zumbido se sentía
terriblemente mal… No quería ser aguafiestas ni lastimar a nadie.
Estaba tan frustrado,
que en vez de bailar se escondía detrás de los juncos y suspiraba, sintiendo
que su sueño estaba fuera de su alcance.
Un día, mientras
Zumbido se lamentaba escuchó una melodía. Era el viento soplando a través de
una caña hueca, creando un sonido dulce y melódico. Intrigado Zumbido, se
acercó y sin pensarlo empezó a emitir un sonido intentando recrear el sonido
del viento.
Descubrió que podía
variar el tono y la intensidad de su melodía, creando notas altas y bajas… De
pronto, su frustración se desvaneció.
Se dio cuenta de que
no necesitaba intentar hacer ballet para sentirse bien. Había descubierto que
su verdadera pasión no era el baile, sino la música. Con su aguijón que antes
solo servía para molestar, ahora lo movía con gracia al son de la música que
creaba.
De esta forma,
Zumbido dejó de lado su sueño de bailar y se dedicó por completo a la música.
Perfeccionó su técnica y pronto se corrió la voz en el estanque sobre un
mosquito que no picaba… Sino que tocaba música.
La rana que una vez
fue su víctima, lo invitó a unirse a la “Orquesta del Pantano”. Zumbido se convirtió
en el solista de la orquesta, utilizando el sonido que creaba para tocar melodías alegres
y rítmicas.
Todos bailaban
poseídos por el ritmo… Mientras el pequeño mosquito que soñaba con ser
bailarín, se convirtió en el mejor trompetista de todos los alrededores,
haciendo que todos danzaran al son de su dulce y melódica música.
En un prado verde, donde el viento jugaba con
la brizna de las hierbas, vivía un burro muy especial llamado Pimpón. Era un
burrito de pelaje gris claro, con unas orejas largas y una cola que movía con
alegría. Pimpón era tan libre como el viento… corría, saltaba, y sobre todo, le
encantaban las amapolas rojas que cubrían el prado como un manto de terciopelo.
Pero Pimpón tenía un vicio difícil de
controlar para el: amapola que veía, amapola que se comía haciendo desaparecer
las flores de los tallos. Los aldeanos que vivían cerca de aquel prado, se
daban cuenta de los destrozos que hacía Pimpón en dicho prado. Cada día que
pasaba los aldeanos estaban más enfadados, pues las amapolas daban mucha vida y
colorido al paisaje, además atraían a las abejas que luego polinizaban los árboles frutales que rodeaban la aldea.
“¡Pimpón, deja de comerte las amapolas!” le
gritaban.
Le riñeron un día si otro también, incluso lo
castigaron sin alfalfa tres días seguidos, pero Pimpón no entendía por qué su
pasatiempo causaba tanto revuelo entre las personas. Aun así el burrito seguía
siendo igual de travieso.
Un día un forastero llegó a la aldea. Era un
hombre con barba gris, sonrisa amable y un zurrón lleno de hierbas y semillas.
Los aldeanos cansados del burro, le contaron la historia de pimpón y las amapolas al forastero.
Este hombre de barba gris y sonrisa amable, se acercó al prado de amapolas, se sentó tranquilamente cerca de donde Pimpón pastaba. El burro se detuvo y con curiosidad se quedó pendiente de lo que hacia aquel hombre.
“Pimpón”, le dijo el forastero con voz suave y
tranquilizadora, “sé que te gustan las amapolas, pero tienes que entender que a
los aldeanos también les gusta verlas florecer. ¿Qué te parece si te muestro
otras cosas que puedas comer, cosas que no molestarán a nadie si te las comes?
El burro empino sus orejas y lo miro con sus
grandes ojos negros como el azabache. El forastero saco una rama de su zurrón
con unas hojas tiernas y se las ofreció. Pimpón, desconfiado al principio, las
olio y luego las probó masticándolas lentamente. ¡Guau! Se dijo el burrito, son
deliciosas y están mucho más sabrosas que las amapolas.
El hombre pasó los siguientes días caminando
por el prado con Pimpón a su lado. Le enseñó a comer tréboles, a buscar las
hojas más jugosas de los arbustos y a saborear las hierbas más frescas que
estaban cerca del arroyo. Pimpón descubrió un mundo de nuevos sabores,
descubrió que ya no necesitaba comerse las amapolas para ser feliz.
Poco a poco, se creó un vínculo especial entre
el forastero y el burro. Pimpón ya no corría alocadamente, siempre estaba cerca
de su nuevo y mejor amigo y solo daba unos trotes a su alrededor para
demostrarle su alegría. Gracias a esto
las amapolas volvieron a crecer llenando el prado de color rojo para la alegría
de todos los aldeanos.
Desde ese día, Pimpón dejo de ser “el burro
travieso” y se convirtió en “el burro que siempre anda con el forastero”. Se
volvieron tan inseparables el burro y el forastero, que su vínculo llego más
allá de una amistad… como la mejor de las familias, estuvieron juntos para
siempre.
Alejandro Maginot
El salitre se había convertido en el perfume
de su vida, y el crujido de la madera, en la sinfonía que arrullaba sus noches.
Huyendo de la asfixia de lo cotidiano, de los rascacielos que arañaban un cielo
gris y de la multitud que le pisaba los
talones, Elías había zarpado hacia la inmensidad del pacífico. Su hogar era la
Aurora, un pequeño velero que lo llevaba a la búsqueda de una soledad casi
mística, esa que solo el océano puede ofrecer.
Su rutina era un remanso de paz: el sol
saliendo por la popa, la brisa marina
sobre la cara y el ritual sagrado del café de la primera hora del día. Una
mañana, mientras el sol teñía de oro las aguas, Elías se dispuso a preparar su
café. Lleno la cafetera, molió los granos con cuidado y espero que el aroma
familiar se esparciera por toda la cabina. Pero al verter el líquido negro en
su taza, algo fuera de lo común ocurrió.
Del denso vapor que se elevaba de la taza, no
surgió el aroma de siempre, sino la silueta etérea de una figura. No tenía más
que unos centímetros de alta, pero sus formas eran perfectas. Una pequeña
mujer, con el pelo hecho de hilo de humo y ojos que parecían dos gotas de café,
se posó en el borde de la taza. Elías, incrédulo, se froto los ojos, pero la
figura seguía allí. La ninfa lo miro con una picardía inesperada y, con una voz
tan suave como el susurro de la brisa, le hablo.
−Sé
que buscas la soledad, Elías, pero no puedes escapar de lo inevitable. Me he
quedado fascinada por tu viaje, por tu búsqueda. Si me dejas, me transformare
en tu compañera de vida. Creceré con cada amanecer, con cada milla que
recorramos, hasta convertirme en una mujer de carne y hueso. Estaré a tu
lado, en los días de calma y también en los de tormenta ¡pero tan solo si
me lo permites!
Elías guardo silencio. ¿Estaba la soledad que
tanto anhelaba intentando engañarlo? ¿Era un espejismo de la soledad del
océano? La ninfa, como si pudiera leer su mente, sonrió y salto al café,
desapareciendo en un remolino. Solo quedó el aroma, esta vez… más intenso que nunca.
Dubitativo, Elías decidió esperar, observando
siempre con cautela. Con cada taza de café que preparaba a lo largo del día, la
ninfa se mostraba, un poco más grande cada vez. Al atardecer, su estatura ya
era la de una niña pequeña. Elías la miraba fascinado. Era cierto, no se
trataba de un sueño, sino de algo parecido a un milagro. Su soledad se había
roto, pero no de la forma en que huía del mundo.
A la mañana siguiente, al preparar la primera
taza del día, la ninfa ya era una adolescente. Se sentó a su lado, tan curiosa
como él, preguntándole por cada estrella y cada pez que veían. Elías le enseño
a navegar, a leer las cartas de navegación, y en definitiva a entender el
lenguaje del mar. Día a día, en cada sorbo de café, la ninfa crecía, llenando
la cavidad del velero de risas y conversaciones.
Llegó un día, en el que Elías se sirvió el
café como siempre, pero de la taza ya no salió la magia del humo de las veces
anteriores. Elías asustado, se levantó y se giró. A su lado, había una mujer de
pelo castaño, ojos color café y una bella sonrisa que Elías ya conocía. Su ninfa
se había convertido en una bella mujer. Con una voz profunda y melódica, la
ninfa le habló.
−Mi
amor, he crecido. Y ahora como te prometí soy tu compañera.
Elías, con los ojos llenos de lágrimas,
sonrió temblorosamente. Por fin había
encontrado una compañera que no le asfixiaba, que no lo condicionaba, una mujer
que había surgido de la inmensidad del océano y del silencio de su alma. Había
huido de las masas para buscar la soledad, pero jamás se le paso por la imaginación
encontrar a la persona que lo complementaria, e ironías del destino… en la
búsqueda de una soledad a medio gas, había encontrado un amor para la
eternidad.
Alejandro Maginot
Te valoré, como si fueses en ti misma la
ciudad de roma… sabiduría, belleza y cultura.
Te quise, como si Atenas hubiera dejado en ti
la impronta de la humanidad… huella, género y hermandad.
Te adore, como los turistas adoran Madrid o
Barcelona Cuando las descubren…Y cuando se marchan se preguntan ¿Cuándo
podremos regresar?
Te veneré, como todo dueño venera su casa de
puertas azules y paredes blancas… en las maravillosas islas canarias.
Te necesite, como Venecia necesitas sus
canales… para que transiten las góndolas de negro lacadas.
Te extrañé, como los tunecinos extrañan las
arenas del Sahara… cuando de su tierra se marchan.
Te admire, como napoleón admiro las pirámides
a su llegada a Egipto. Tan colosales que nadie hubiera pensado… que estaban allí
antes de que naciera Jesucristo.
Te amé, como se ama París cuando paseas por
los Campos Elíseos… Ciudad de la luz, ciudad del amor, ciudad sin sentido si no
paseas junto a tu amor.
Pero todas estas sensaciones se me derrumbaron,
cuando te marchaste dejándome una flor
entre las manos… Sin saber ¿Por qué? ¿Qué sucedió? ¿Dónde nos equivocamos?
Y cuando de ese mal sueño desperté, no tuve
más remedio que preguntarme… ¿nos quedara parís? O jamás volveremos a amarnos.
Alejandro Maginot
El metrónomo sobre el piano, no marcaba el
tempo de la partitura si no el ritmo de mi corazón.
¡Ay de mí!
Odioso metrónomo que marcas el ritmo
acompasado cuando amas… y desbocado cuando alteras el amor.
¡Ay de ti!
Que huyes cuando la rima se ha roto y te
escondes detrás de un si bemol.
Corazón roto, como cuerda de piano oxidada por
la triste melodía… que tantos años interpreto.
¡Ay de mí!
Como de frágil puede ser la nota, que cuando
te conocí me fascino… rombo, cuadrado o quizás un diapasón.
¡Ay de ti!
Que crees que todo se basa en seducir… para
luego sin piedad destruir.
Amor, no carrera por atrapar, para luego si no
te interesa… como lastre soltar.
¡Ay de mí!
Que no se subir por la escala musical, que
como elefante a cada paso… la fragmento como lamina de cristal.
¡Ay de ti!
Que en el espejo te contemplas, como si no
fueses a envejecer… como grajo que se borra con un simple pañuelo de papel.
Clave de sol que no rojo clavel… que se diluye
en las lágrimas que por ti derrame ayer.
Alejandro Maginot
Salí al balcón y contemple el mar que como
purpurina lanzaba estalas luminosas sobre la arena, mágico me pareció aquel
momento… aunque más mágico fue mirar hacia nuestra cama y ver tu cuerpo tiznado
por el sol.
Abrace mis pensamientos recordando lo que había
sucedido aquella noche, todo lo que me rodeaba se volatizo en un instante
cuando te abrace, tu magnetismo hizo que mi mente desconectara del mundo para
evadirme cual muerte celestial de todo y de todos.
Solo tú… pues ni yo creía ser algo formado de
materia, me sentí como aire compuesto simplemente por el oxígeno que se esconde
en las gotas de roció del amanecer.
Si me hubiese sentido un ser mortal, pensaría
que había estado en una locura transitoria, pues ni daba ni quitaba crédito a
lo que tu respiración producía sobre mis
poros rellenos de agua salada… maremotos que convulsiones de placer me
provocaban.
Era oro lo que relucía o tus ojos clavados en
mi corazón, como se te clava en el alma…
la más bella de las poesías.
Y al amarte, en cada suspiro me sentía como
aviador que remonta esa montaña rusa de nubes blancas… que sobresaltan en la
noche y parpadean por la mañana.
Y me enriqueces… con solo pronunciar unas
palabras, que retumban en mi corazón como eco en la montaña, trasladándome de
árbol en árbol sin tener que trepar por sus ramas.
Y ahora en este mismo instante, si un puñal me
clavaran… ni sentiría, ni padecería, ni sufriría, pues cogido a tu mano me
siento en el nirvana.
Llore, y también adolecí por muchas causas,
como cualquier persona que sobre la tierra anda. Pero a tu lado todo quedo en
el olvido… porque me has tatuado a sangre y fuego dos palabras “amor y
esperanza”.
Alejandro Maginot
Te busqué bajo la cama y no estabas.
Te busqué detrás
de la cortina y no aparecías.
Te busqué bajo la mesa de té y no te encontré.
Te busqué en el balcón y solo aire apareció.
Te busqué en el armario y ya me estaba desesperando.
Pues nunca
me ha gustado jugar a ese juego, por miedo a que en un mal sueño no aparecieras.
Y sólo jugaba a él porque a ti te encantaba…
pues cuando te encontraba temblaban hasta los cimientos de la cama.
Te busqué en la terraza y ya perdía la esperanza.
Te busqué detrás
del sofá y ni tu aroma pude detectar.
Ya no sabía
dónde buscar, así que salí al jardín y te busque entre las plantas para no
perder la esperanza… ¡pero nada!
Estaba en tal estado de nerviosismo inusitado que grite para estar a tu lado… no hubo
respuesta, en ese momento casi pierdo la cabeza.
Por fin
mire hacia el fondo del jardín, y en una corazonada de lo más acertada hacia
las flores corrí… y como una más entre ellas te encontré.
Las lágrimas
se me saltaron y te pegue el mayor de los abrazos, como no queriéndote perder
ni en ese momento ni en el tiempo.
Te besé, te
abracé y te mimé como si no hubiera un mañana, mientras tú te preocupabas… pues
notabas de qué forma tan amarga temblaba, como un niño que al llegar a la vida
no respira hasta que le dan dos palmadas.
Alejandro
Maginot
Fotografié una
playa, fotografié un pájaro carpintero,
fotografié un girasol y lo más importante… fotografié tu sombra bajo el
sol.
Y yo necesito
muy poco para excitarme contigo, con sólo fotografiar tu sombra me pongo loco
perdido… y si por mi nariz entra tu olor corporal ¡ni te digo!
Mi imaginación
te tiene en todo momento presente, aunque no estés conmigo… por eso al piano me
siento sólo y acompañado sólo contigo.
Vuelo a ras del
suelo, porque para mí estar tumbado a tu lado es como estar en el cielo…
vertiendo néctar sobre tu cuerpo.
Somos diferentes
a toda la gente, no porque seamos mejores ni especiales… es porque somos naturales.
El gato maúlla,
el perro ladra, yo grito de asombro porque me encantas… que bonito es junto a
ti, no perder la esperanza.
Te doy mi
desvelo para que duermas plácidamente en nuestra cama, mientras yo velo por tus
sueños de hada, quiero que cuando despiertes… me des ese beso que me convierte de
rana en príncipe o de príncipe en rana, me da igual siempre que duermas en
nuestra cama.
Alucino al ver
tu reflejo en el cristal de la ventana, imagina cuando te miro a los ojos cual
loca se vuelve mi alma… me da igual ser tu príncipe que tu fantasma, o tal vez
de tu cuento esa bonita rana.
Arranca mi corazón
como si de tu scooter se tratara, para varear tu sexo y dejar que todas tus
fresas caigan… mientras las embadurnamos con mi dulce nata blanca.
Y terminare
dejado sobre la almohada una carta, ya que salgo a trabajar y no quiero
perturbar tu lindo sueño. Así cuando despiertes leerás del día mis primeras
palabras, y estas dirán: no te preocupes amor, no se me olvidara traerte lo que
anoche me dijiste… la botella de aceite y el kilo de patatas.
Alejandro
Maginot
Salpícame con tu sabia, dime de tu indignación,
arrójame todo tu dolor, háblame de tu impotencia y frunce tu seño con toda la razón.
Entiendo tu postura y como yo muchas personas,
aunque también reconozco que no somos una mayoría… y si me lo permites te pondré
voz:
Estamos despreciados y nos sentimos
infravalorados, además de esa impotencia de no tener pies para huir de
vosotros, pues con una sola cerilla… irónicamente hecha de madera y sacada de
nosotros, nos prendéis fuego sin piedad sabiendo que aportamos oxígeno para que
podáis respirar.
No quiero hablar de estadísticas ni de tantos
por cientos, pero si no nos protegéis vuestra propia tumba cavareis… y con el
atenuante de que no tendréis un ataúd de madera para compaginaros con la
tierra.
Desagradecidos y más que humanos os llamo
marranos… pues de basura nos rodeáis y a la misma vez que a vosotros nos asfixiáis.
Y os hacéis llamar civilizados, cuando son los
animales los que nos cuidan y vosotros nos aniquiláis… como a las hormigas
cuando las pisáis.
Somos árboles, y no os dais cuenta que somos
vuestra fortuna… pues os damos de comer y regulamos la temperatura.
Y no os digo nada más… seguid destruyéndonos y
solo desierto os quedara.
Alejandro Maginot