La vida de Sucio dio un giro de ciento ochenta
grados. De las calles y el abandono, pasó a tener un hogar cálido y lleno de
amor junto a Joel y a su madre. Pero la adaptación no fue un camino de rosas.
Sucio, acostumbrado a la libertad y a valerse por sí mismo, se sentía a veces
un poco desorientado en su nuevo entorno, la cama suave, los cuencos llenos de
comida y agua… y las caricias constantes eran algo nuevo y a veces abrumador.
Un día Joel se sentó junto a Sucio, y
acariciando su cabeza le dijo: ¿no te parece que es hora de cambiarte el
nombre? Pues Sucio no te hace justicia. El perro agradecido asintió con un
ladrido como queriendo dejar el nombre de Sucio atrás. ¿Qué te parece que te
llamemos Titán? Más que nada por la fuerza que has demostrado al sobrevivir tu solo, en las tenebrosas calles de esta enorme ciudad… El perro miro tiernamente
a Joel y nuevamente con un ladrido corto asintió, como diciéndole que estaba de
acuerdo.
Joel con su infinita paciencia fue su mejor
guía. Le enseñó a jugar con la pelota, a caminar con correa por el parque, y a
disfrutar de las sientas al sol. Lo más difícil para Titán era superar su miedo
a los ruidos fuertes y a las personas desconocidas, sobre todo a las personas
adultas. Cada vez que sonaba el timbre o alguien alzaba la voz, Titán se
encogía y buscaba refugio bajo la cama de Joel.
Un día, la abuela de Joel vino de visita. Era una mujer enérgica y ruidosa, con una voz potente y una risa estridente. Al ver a Titán, exclamó con alegría: “¡Qué perro tan simpático! ¡Ven aquí pequeño, que te dé un abrazo!”. Titán, aterrorizado se escondió debajo de la cama, negándose a salir. Joel trató de explicarle a su abuela la historia de Titán y sus miedos, pero ella con su carácter no lo entendía del todo.
Joel, preocupado por el bienestar de Titán,
tuvo una gran idea… recordó cómo la gominola había sido el primer paso para
ganarse la confianza de Titán. Así que le pidió a su abuela que, en lugar de
intentar abrazarlo, le ofreciera una golosina con suavidad y en silencio. La abuela,
aunque un poco escéptica, accedió. Se sentó en el suelo con una galleta en la
mano y esperó….
Pasaron unos minutos tensos. Titán desde su
escondite, olfateaba el dulce aroma. Poco a poco, con cautela asomo la cabeza,
vio la mano extendida de la abuela, que se mantenía inmóvil. Se acercó
despacio, tomó la galleta y regresó a su refugio para comérsela. La abuela
sonrió… “¡Vaya, parece que tengo que ser más paciente con este pequeñín!”, dijo
en voz baja.
A partir de ese día, la abuela de Joel adoptó
una nueva estrategia. En lugar de ser ruidosa y efusiva, se movía con suavidad
y le hablaba a Titán con un tono de voz calmado. Le ofrecía pequeñas golosinas
y… poco a poco, Titán empezó a salir de su escondite y a aceptar sus caricias.
Descubrió que la abuela tenía manos suaves y que su risa ya no era tan
aterradora… era la segunda persona adulta, después de la madre de Joel en la
que confiaba.
Titán aprendió que la paciencia y el cariño
podían derribar cualquier barrera, incluso las que él mismo había construido. Y
aunque siempre tendría un poco de su instinto callejero, ahora sabía que tenía
un lugar seguro donde ser amado. La casa de Joel no solo le dio un techo, sino
también la oportunidad de sanar su corazón y de aprender a confiar de nuevo.
Alejandro Maginot