No
sé cómo sucedió.
Pero
para cuando quise darme cuenta, ya estaba metido en tu tablero de ajedrez.
Vestías
de riguroso negro de la cabeza a los pies, me observabas como a presa fácil.
Pues me veías cándido y transparente, tan
blanco como a las presas que tú te solías comer.
Me
hipnotizaste mientras te desplazabas por tus cuadriculas negras, y yo
avanzaba hacia tus dos torres sin apenas darme cuenta.
Me
arponeaste con tus ojos como alfiles brillantes, y como mantis religiosa entre
tus garras me atrapaste.
Para
entonces yo estaba atrapado entre los corceles de tus piernas, tú ya me habías
puesto los estribos y me manejabas a tu antojo, con tus doradas riendas.
Ardua
se hacia la partida, que hasta entonces tu dominabas de una u otra manera.
Cuando
era entre tus manos no un rey si no una marioneta, pude abrir los ojos y darme
de tu estrategia cuenta.
Para
cuando quise salirme del tablero, los peones a tu servicio no dejaban que me fuera.
Ahora
empezaba la verdadera partida, como salir de tu encuadre sin que te percatases
de mi ausencia.
Dura
fue la contienda, pues a ti no te importaba destrozar mis sentimientos al
precio que fuera.
Casi
acorralado y sin armas para mi defensa, tuve que cambiar mi amable estrategia.
Saque tus alfileres negros de mi dúctil corazón…
¡Y di jaque mate a la reina!
Nadavepo.
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